OLAS, VELEROS Y SALITRE
“Estamos atados al océano. Y cuando volvemos al mar, ya sea para navegar o mirar, volvemos de dónde venimos” John F. Kennedy
Emma Gilbert, Cleo Sertori y Rikki Chadwick posan para la cámara (“H20”; G. Lamb, S. Psyridis y P. Watts, 2006)
Hace varios agostos, descubrí una calita semi escondida a la que se llega fácilmente a pie desde nuestra casa de verano. Es pequeña y no muy conocida, lo cual la hace perfecta para huir de los alemanes y encontrar un poco de privacidad. Soy tan asidua que considero que tengo “mi sitio” y cada vez que llego y veo a alguna familia o pareja que ha tomado posesión del mismo, me amargo como las señoras mayores que se creen que algo público como una playa, les pertenece. Para mí es perfecto porque está justo en el extremo donde termina la roca y es el último sitio en recibir sol al final de la tarde. El mar rompe a los pies y el arrecife ha formado con la erosión una escalera natural que permite tirarte al agua y salir sin ningún tipo de problema. Me encanta “mi sitio”.
La verdad es que este verano la hemos visitado bastante. Sus aguas cristalinas son maravillosas para hacer snorkel y bucear las distintas cuevas que la componen. A mi hermano S y a mí nos encanta ese plan. Si no fuese por las medusas, se nos quedarían los dedos como pasas de todas las horas que nos tiraríamos dentro del agua.
Me gusta tanto el mar que de pequeña solía jugar a que era una sirena y pensar que, al igual que Cléo Sertori en H2O, si tocaba el agua o me caía alguna gota, mis piernas se transformarían en una cola de pez. El otro día vi en la piscina a una niña ponerse el bañador y, a continuación, una cola de sirena. Al parecer las venden en Amazon y al estar hechas de tela de bañador para que puedas sumergirte con ellas. Morí de envidia ahí mismo. Si eso hubiese existido cuando era pequeña, la llevaría puesta hasta para ir al colegio.
Había olvidado la importancia que el mar tiene en mi vida, hasta que me mudé aquí. Portugal ha impreso en mí tantos atardeceres en la playa que soy incapaz de volver a renunciar a él. Uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde, está claro. Después de doce años en Madrid, el poder disfrutar del mar cada fin de semana me parece el mayor de los lujos. La vuelta de verano se ha hecho menos cuesta arriba este año gracias a esto. Lo mejor de todo es que sigue siendo el mismo mar en el que me crie, el océano Atlántico. Cuando me baño en él, me siento como en casa. Mis amigos suelen quejarse de lo fría que está el agua y lo loca que estoy por preferirla al Mediterráneo, pero es que yo soy del Norte, qué le voy a hacer.
No hay mejor plan en el mundo que quedarte hasta tarde en la playa, ver cómo el sol se pone y darse un último baño cuando el agua está más tibia. Estos días hemos hecho muchos planes de esos y la verdad es que los he disfrutado como nunca. Cuando volvía a la oficina en Madrid, solía coger mi termo de agua fría y agitarlo suavemente en mi oreja, me recordaba al sonido que hacen las olas cuando golpean con la cubierta de un barco. El otro día me sorprendí haciendo lo mismo.
Cuando éramos pequeños, nuestro abuelo Loló solía sacarnos unas horas a pasear en su velero. Aprovechábamos para pescar, hablar de la vida y desconectar del mundo terrenal. Ese sonido me teletransporta siempre a cuando llegábamos al puerto a desamarrar el Remoio y el agua golpeaba contra el resto de los veleros. Supongo que por eso me relaja tanto, me hace volver a estar con él aunque sea por un rato. Me fascina el mar, pero, sobre todo, ha sido todo un placer haberlo compartirlo contigo.
Postales Sin Sello