CONFESIONES DE PELUQUERÍA
“Una mujer que se corta el pelo está a punto de cambiar su vida”— C. Chanel
La princesa Anne decide hacerse un corte radical en una peluquería de Roma (“Vacaciones en Roma, W. Wyler, 1953)
La semana pasada y aprovechando que estaba en Madrid de visita, decidí pedir cita en la peluquería. El por qué prefiero ir en España a ir en otros países es bastante sencillo: nada como expresarte en tu propio idioma. Tengo un pánico terrible a tener que hacerlo en una lengua que no sea la mía materna. En el peor de mis escenarios, me imagino pidiendo en inglés o portugués que me corten las puntas y saliendo de ahí con el corte de Dora la Exploradora. Además, debido a mi obsesión por intentar caer bien y agradar a todo el mundo, soy incapaz de quejarme. Cuando en el metro alguien se choca conmigo, soy yo la que pide disculpas. Si alguna vez en la peluquería al peluquero se le resbalase la tijera y me dejase la oreja como la de Van Gogh, seguramente la recogería del suelo y le diría que muchas gracias, que es justo lo que quería y me da un toque más artístico y bohemio.
Hay una regla de oro no escrita en cuanto a las peluquerías y es que uno va siempre a la suya de confianza. A mi padre le sigue cortando el pelo el mismo barbero que se lo cortaba cuando éramos pequeños, a mí me sigue atendiendo en Santa Cristina mi querida María y sus hijas que fueron las mismas que me peinaron para mi Primera Comunión y a mi abuela, sus queridos peluqueros de El Corte Inglés de Princesa, aunque ello le requiera desplazarse unos treinta minutos de casa.
Aquel día, por alguna extraña razón, decidí saltarme la norma e innovar y pedí cita en una nueva por razones de ubicación. Elegí una de las franquicias más típicas, el hecho de que haya muchas por Madrid suele dar cierta confianza. Al entrar, me atendió una chica muy amable que, tras ponerme una de esas batas de rigor, me indicó donde sentarme. Tenía el pelo rubio casi blanco y ojos claros. Me hace gracia que en las peluquerías se suela cumplir lo mismo que en las tiendas de tatuajes, el que te atiende es un muestrario de todos sus productos. Me colocó el pelo con sus largas uñas de gel y mirándome fijamente a través del espejo, me preguntó qué quería hacerme. Tenía acento extranjero, eslavo diría yo. Intenté explicarle lo que tenía en mente rezando para que me entendiese.
Mientras me peinaba, intentó sacar tema de conversación preguntándome si había venido más veces. Le respondí que no, que no vivía por la zona. La pobre desconocía que soy una caja hermética en cuanto a revelar cualquier tipo de información personal. Podría interrogarme la misma KGB que sacaría los mismos detalles sobre mi persona. Mi madre nos enseñó que cualquier información puede utilizarse en tu contra y desde entonces vivo escéptica al respecto. Sin embargo, las señoras de mi alrededor no tenían ningún reparo en compartir todos los detalles más personales de su vida. Es gracioso eso de las peluquerías, es sentarte en sus asientos reclinables y al primer masaje en la cabeza estás cantando tus mayores secretos. Es como una terapia.
Yo no me considero una persona cotilla, pero he de confesar que la vida de mi compañera de asiento me pareció de lo más interesante. Yo había venido a cortarme el pelo y de pronto estaba asistiendo a un podcast gratuito sobre las infidelidades, el amor por los hijos y los problemas de casarte joven. Su peluquero asentía sin interés alguno a todo lo que decía, supongo que no era la primera vez que le contaba su vida. La verdad es que esta gente tiene el cielo ganado. La señora de detrás se quejaba de su gato y lo poco que comía últimamente. Observé cómo el resto de señoras se desahogaban a mi alrededor. Los peluqueros, por su parte, aportaban todo tipo de respuestas: opinaban de política, de sociedad, de cultura… expertos todos en un poco de todo y mucho de nada.
Mi peluquera volvió a insistir, parecía molesta por no poder sacar nada relevante sobre mí. “Entonces, ¿no vives por la zona?” Le respondí que vivía en el extranjero. Vi a través del espejo como sus ojos brillaban satisfechos. “¿En dónde?” Le dije que en Portugal (cuanto más genérica sea la información, mejor). Al comprobar que no había en donde rascar, procedió a rellenar ella los silencios. Resultó que tuvo un novio portugués que conoció en un vuelo a Lisboa. Su familia es una de las mayores fortunas de Portugal, pero lo terminaron dejando por sus problemas con la droga. Ahora estaba en uno de esos centros de rehabilitación cinco estrellas a los que acuden los famosos.
“Seguimos en contacto todavía, solo que nunca me ha perdonado lo de Hong Kong”. Se conoce que ella se mudó por trabajo a China y él le puso en contacto con su primo que vivía ahí. Terminó liada con el primo y con casa gratis. Ella compartía todo esto con una trasparencia aplastante. “No me acosté con él la primera noche ¿eh? Pero claro, ya la segunda… pues sí”. Yo asentía absorta en la historia. De pronto habíamos cambiado los papeles y ella era la paciente y yo su terapeuta. Al terminar de secarme el pelo, me acompañó a la recepción. Me cobraron el doble que en cualquier otro sitio, en ese momento me pregunté si era yo la que debía de cobrar por aquella sesión. “Ahora tengo otro novio, es marroquí” me dijo antes de despedirse. Me puso la chaqueta y salí de la peluquería pensativa. Supongo que los peluqueros están tan acostumbrados a escuchar, que a veces se nos olvida que ellos también tienen cosas que contar. Y vaya que si las tienen. A mí me ha dado para una postal.
Postales Sin Sello